La escritora Carolina Sanín y presentadora del Canal Capital confesó una situación que le ocurrió en el día de hoy.
No tenía para pagar $3 mil de parqueadero
Iba a salir de un parqueadero en Bogotá, a las ocho de la noche, cuando me di cuenta de que había dejado la billetera en la casa y no tenía nada. Debía pagar 3.000 pesos (menos de un dólar, para los que nos leen en el mundo, no en este infierno) y no los tenía.
Es un parqueadero de un edificio al que voy varias veces por semana, y así se lo dije al joven que cobraba y a su compañero, el vigilante del parqueadero. Les dije que mañana mismo llevaría los 3.000 pesos, y que yo tenía que volver a ese lugar con frecuencia, e incluso les mostré, para comprobarlo, recibos de otros días.
Me dijeron que no. Les supliqué. Eran dos jóvenes que no debían tener más de 24 años. Les repetí que la billetera se me había quedado en la casa. Que no tenía nada, ni para un bus, y que, si no me dejaban sacar el carro, tenía que irme a pie y caminar 40 cuadras, y era peligroso a esta hora, y tampoco tenía documentación (pues estaba en la billetera).
Les imploré que tuvieran solidaridad. Ellos repetían: «No, veci, qué pena». Porque para decir «veci» hay en este pueblo familiaridad, aunque no haya ninguna confianza para prestar 3.000 pesos por unas horas.
«No, mi señora, es que usted lo que quiere es que uno le regale plata y pues así no se puede», dijo el más machito. Una y otra vez le juré que los pagaría al día siguiente. No fue posible. No podían subir la talanquera, dejarme salir a mi casa, y esperar a que volviera con 3.000 pesos.
Repetían: «Señora, es que nosotros no tenemos la culpa de que usted haya dejado la billetera». Finalmente le dije que me impresionaba su absoluta falta de caridad y de razón. Que cómo no podían dejar que me fuera para traerles en un rato 3.000 pesos, ya al borde de las lágrimas de ira. Entonces, el machirulito amenazó con llamar a la policía. Yo me fui y me conseguí los 3.000 pesos fuera del parqueadero.
Esta es, también, la juventud colombiana, que han estado glorificando y en la que tienen tanta fe. De izquierda o de derecha, del paro o de los otros. Eso es lo que hay en este país y por eso esto aquí no existe comunidad.
Esto dejó de ser una sociedad hace tiempo. Y antes de que digan «no todos»: sé que no todos. Pero este es el talante general; esta indiferencia con respecto al otro. Esta descomposición. Sí lo es.
Y apuesto a que, si yo hubiera sido una mujer en una camioneta costosa, de traqueta, o si hubiera sido un tipo con pinta de peligroso, con mucho gusto y venias le habrían dicho que cómo no, y le habrían abierto la puerta.
Pero una mujer, de noche, a cuarenta cuadras de su casa, tenía que salir caminando y sin un peso, porque no podían tener un mínimo gesto de consideración.
Y así con todo el mundo. Si nos vale absolutamente huevo que estén muriéndose 700 personas diarias de covid, ¿qué iba a importar mi mínimo percance, en esta noche? Si nos vale absoluto huevo que desaparezcan gente todos los días, ¿qué va a importar que una señora de mediana edad ruegue que le dejen volver con 3.000 pesos? Si nos vale absoluto huevo que cientos y miles de familias de venezolanos pasen frío en nuestra ciudad, ¿cómo se le va a ocurrir a alguien que tiene el deber humano de ayudar a una mujer desconocida?
Este es un país sin ninguna proporcionalidad, sin racionalidad, sin vínculos. Y sin futuro. No, no es cuestión de educación, ni de oportunidades, ni de esperanza, ni de votar «bien». Aquí la gente perdió el alma. Perdió la humanidad. Y ya es demasiado tarde.
Y malditos están, junto con todos, ese par de jóvenes que no pudieron entender nada y que ya no entenderán. Pues si tienen esa dureza y ese automatismo a su edad, no es de vaticinarles que su vida se ensanche luego. Pobres desgraciados. Y malditos sean.
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